sábado, 29 de enero de 2011

Mi canción.

La música es algo que, tal y como las palabras lo hacen, me permite expresarme, y es una manera de contar y decir qué siento y cómo me siento que no me da vergüenza utilizar. Desde la primera nota a entonar hasta la última; desde las canciones en castellano a aquéllas en inglés o francés que vagamente chapurreo, desde las partes a las cuales mi voz no llega hasta las que apenas me doy cuenta que tarareo. En resumen, de canción en canción, dirigiendo un barco cargado de partituras que se entrecruzan con el dulce contoneo del alma que les proporciona su interpretación.

No recuerdo día que no cante, o al menos escuche una canción. Sí, ese toque melancólico en un momento triste que puede vaciar nuestras cuencas de lágrimas, o un toque alegre que aleje esa vaga sensación de desasosiego de nuestro pensamiento. Hay, por tanto, muchas canciones, cada una indicada para cada momento. Siempre hay esa canción que levanta el ánimo, aquélla que nos lleva a bailar, o esa otra que compartimos con alguien especial. Y si no, siempre nos queda esa música de fondo que nos relaja o que nos hace más llevadero el estudio o nuestro simple día a día. Realmente he de decir que no tengo ni idea de quién sería el primero en entonar una nota, ni quien el primero en componer una canción, en cantar ante un público... pero sí se que a todos ellos les debo un gracias enorme. Un gracias por hacerme sentir, por crearme emociones, y por ayudar a mi carácter a expresarse, a poder remitirme a una canción para saber lo que siento, o para mandarme un mensaje de apoyo a mi mismo. Y como para cada momento hay una canción, no podía faltar la canción que en este momento bebe del aire que expulsa mi garganta al clamarla, esa que podría decir que ahora mismo refleja mi situación.






"I'll be back... back on my feet. This is far from over 'cause you haven't seen the last of me."

viernes, 21 de enero de 2011

Confesiones.

Jamás. Jamás en mi vida me habían venido tantas sensaciones a la mente, jamás tantas preguntas sin respuesta se habían agolpado en mi cabeza, y jamás mis sentimientos me habían deprimido hasta el punto de dejarme horas mirando al vacío sin ganas de moverme, hablar, y mucho menos, sonreír. Jamás me había parado a pensar que mi vida está perdiendo un poco el rumbo, que es insulsa, si de verdad estoy aprovechándola... y pensar en ello duele, y no, no soy una persona que pueda mirar para otro lado ante esto. Sencillamente no puedo.

Me considero una persona fuerte, acostumbrada a tratar sus preocupaciones y sus sentimientos consigo mismo y nadie más, a luchar y vencer cada mal momento por su cuenta. Pero esto está cambiando, y aunque sé que todos necesitamos desahogarnos, compartir nuestras cosas y hacer partícipes a nuestros amigos de algunos acontecimientos increíbles que pasan en nuestras vidas, yo, sencillamente, quiero, más bien, necesito, ser capaz de controlar qué hechos quiero compartir y cuales no. Y normalmente los buenos son los únicos que me apetece compartir. El velo que cubre mi sonrisa y mi estado de ánimo normalmente desenfadado y risueño se ha resquebrajado, y últimamente he necesitado dar rienda suelta a algunos sentimientos tristes.

Muchos dicen que no saber controlar las emociones es de débiles, y yo no estoy ni de acuerdo ni en desacuerdo, pero sea como sea, mis emociones son mías y quiero que así sigan. Por otra parte, y después de recibir el impacto de un montón de malas sensaciones acumuladas con el tiempo, he recuperado el control. Tres días de semi-depresión, piernas temblorosas, y la tristeza en la mirada han dado paso a un nuevo enterramiento de emociones que amenazaba con salir al exterior, abrumarme y dejarme medio inconsciente y desconcertado. Sé que algún día tendrán que salir, pero no ahora, y menos en época de estudio. No puedo permitir que algo que me va mal me fastidie la única constante que ha sido buena a lo largo de toda mi vida, constante que ha ayudado a formar mi carácter y mi identidad. Y si, me alegra, pero me encantaría que otros terrenos de mi vida fueran tan bien, o al menos la mitad de bien, con eso me llegaba de sobra. Amorosamente, por ejemplo. Puedo sonar ñoño (cosa que realmente odio), pero cada vez que una pareja se sonríe siento una punzada de envidia. Siempre pensando, ¿y cuándo me tocará a mi?, pero siempre sin respuesta, y eso empieza a agobiarme, cansarme y hacer que mi mente divague entre ideas que bordean la locura y la obsesión.

En todo caso, y por mal que suene, el día que explote, cualquiera podría ser quién me escuchara, porque realmente nadie me parece adecuado para comprenderme, no porque no exista gente empática, no porque no confíe en mis amigos... si no porque mi cabeza es un hervidero que ni yo comprendo, y su análisis, como ya he dicho, siento que sólo me corresponde a mi.

miércoles, 5 de enero de 2011

Tristes historias de diván. (I)

Un escalofrío la recorrió cuando su espalda entró en contacto con el frío metal de la silla que ocupaba, pero no lo notó. Una lágrima caía de su ojo, pero ella no lo advirtió. Un desagradable olor emanaba de su cuerpo, propio de quien no se ha duchado desde hace días, pero no le importó.

Un osito estaba dibujado en el mostrador que tenía ante ella, y eso era lo único que en ese momento podía interesarle, algo tan infantil, tan ingenuo, tan inocente... Su sonrisa se ensanchaba cada vez más, no le importaba disimular su satisfacción ante un hecho tan nimio y carente de interés para todo aquél que se movía a su alrededor. Cualquiera que la mirara pensaría que esa mujer no estaba bien de la cabeza, pero eso era lo que ella jamás se molestaba en pensar. ¿Quienes son los demás? Ella sólo se preocupaba de sí misma y de su hija, su querida Ana. Con un suspiro se encogió en el asiento, dejando llevar su mente por su vida cotidiana, a la cual esperaba regresar en breves.

Ana era una niña muy guapa. Se parecía mucho a ella. Qué orgullosa estaba de su Ana, siempre tan lista y con esa sonrisa de ángel. Realmente tenía ganas de verla ya, llevaban mucho tiempo haciéndola esperar. No sabía que hacía allí. Además, había dejado la comida a medio hacer. Sï, estaba decidido. Tenía que volver ya a casa. Se levantó dispuesta a salir, ignorando las señales de protesta de su cuerpo, al cual le costaba moverse. Un chico la paró diciéndole que en seguida llegaría su turno, que tenía que esperar allí. Pero, ¿qué hacía allí? le preguntaba. El chico se limitó a señalar el asiento. Su rostro reflejaba tristeza. Pobre chico, a lo mejor le pasaba algo. Bueno, esperaría. Pero sólo por educación. Y sólo un  rato, que su hija era lo primero.

Alguien gritó un nombre, el suyo al parecer. Una chica ahora la acompañó a una sala donde un señor gordo exhibía con oronda soberbia una gran multitud de libros, documentos y diplomas. Se sentó en una especie de sofá ladeado, bastante incómodo por cierto, junto a un helecho reseco que agonizaba intentando sobrevivir. Enfrente, una sucia ventana permitía mirar al cielo, nuboso ese día. Un panorama poco halagüeño. El señor, girando con dificultad en su silla, se dirigió a ella.

- Hola, María.
- ¿Quién es usted?
- Soy Francisco, ¿no se acuerda? Estuvimos charlando ayer.
- Perdone, pero yo ayer estaba en mi casa, con mi hija, yo no sé quién es usted.
- Sí que lo sabes María. Estuviste dos horas ayer en esta misma sala. ¿No lo recuerdas?
- No, porque no ha sucedido. Dígame lo que quiere ya, mi hija me espera en casa.
- Siento ser brusco, pero nadie te espera, María. ¿Acaso no lo recuerdas? Llevas dos años ingresada aquí. Tu hija no está. Hace dos años que no está. Por eso estás aquí.

María lo miró con acritud. Esto ya era el colmo. Tanto diploma para tanta tontería. Su hija estaba en casa, y los calamares que iba a preparar en la nevera, y el aspirador en el rincón derecho del trastero, y el sofá verde de flores en el salón. Todo iba como siempre. Todo. Todo excepto esta desagradable charla. Se estaba poniendo nerviosa, y quería evitarlo, pero odiaba las bromas de mal gusto.

- Mire, no he venido aquí para esto, realmente no sé ni qué hago aquí, si tiene ganas de gastarle una broma a alguien coja a otro.

De repente se fijó en uno de los ficheros. Había un osito. No pudo evitar otra sonrisa. A su Ana le encantaban los ositos. Tan esponjosos, tan adorables. Tan... como ella.

- Te ruego que me escuches, María. Mira estas fotos si no me crees. Y ojalá fuera una broma. Pero no lo es.

Aún con la sonrisa en los labios, sin casi escuchar nada de lo que el tío gordo ese había dicho, sumergió su vista en la primera fotografía. Su cara se deformó. Lo que estaba viendo sí que lo sentía. No era un escalofrío, no era un aroma... eran el horror y el miedo. Miedo a que ese señor gordo tuviera razón. Pero no podía ser. No, no, no. Pero por dios, si su hija estaba bien hace una hora. Recuperando la compostura, su cara volvió a sonreír.

- Ésta no es mi hija. Debe haberse confundido. Y creo que ya he escuchado bastantes tonterías por un día.

Se puso de pie, pero no aguantó y cayó al suelo con estrépito. Se fijó en su tobillo, únicamente hueso y piel. Ella se recordaba como una mujer regordeta, ¿qué estaba pasando?

- No deberías hacer esfuerzos, María. Estás muy débil.
-¿Usted qué sabe? ¿Me lo ha hecho usted? ¿Qué quiere de mi? ¿Por qué estoy así?
-Porque llevas dos años alimentándote de suero, María. Desde que tu hija se ahogó. Sabes que esas fotos son verdad. ¡Deja que tu mente lo asimile, que lo vea! ¡Tienes que llorar, sentir y padecer! Sólo así podrás volver a tener una vida y salir de aquí.
- ¿Salir de dónde? ¡No entiendo nada!

El semblante se le nubló, y la cabeza le empezó a dar vueltas. Sólo quería irse de allí. Volver a su casa con su hija. Se levantó con un esfuerzo sobrehumano y caminó hacia la puerta. El chico de semblante triste volvíó a aparecer y la retuvo. Notó un pinchazo en el brazo y vio como la neblina de la que huía se apoderaba de ella. Su sueño volvía a comenzar, y sus recuerdos se volvieron a bloquear. Antes de caer definitivamente, volvió a ver el osito. No se había fijado antes en él. O al menos, que ella recordara. No pudo evitar una sonrisa. A su hija Ana le encantaban los ositos.

domingo, 2 de enero de 2011

Mentiras.

Mentir. Una acción tan cotidiana, tan inocente a veces, tan peligrosa otras. Mentiras para ocultar la dureza de la realidad, mentiras para ilusionar, para no hacer daño, o para conseguir nuestros propósitos. Hay muchas razones para mentir, y todo el mundo lo hace. Con el tiempo, uno aprende que no es cuestión de ser sincero siempre, porque nadie va a serlo del todo, si no de procurar no mentir en cosas innecesarias.

Considero que soy una persona que miente bien, no en pequeñas cosas que realmente carecen de importancia, ahí me pillan con frecuencia. Sin embargo, sí sé mentir cuando algo es importante, y, aunque quizá no sea una cualidad de la que sentirse orgulloso, es muy útil. Me considero una persona pragmática, y éste es el ideal que suelo perseguir; desgraciadamente, eso implica muchas veces bordear la línea que divide aquéllo que está bien y aquéllo que no lo está tanto. Ahora bien, sé que de ética en algunos temas ando escaso, por eso no me extraña que esta cualidad haya decidido anidar entre mis neuronas. Esto no quiere decir que sea un mentiroso, ni un falso, simplemente, que soy una persona reservada. Sobre mí es el tema en el que más y más miento. Si algo me afecta, y alguien se da cuenta o pregunta, él se equivoca, estoy perfectamente. Si algo me emociona, y me entran ganas de llorar, ninguna lágrima va a aflorar, y si lo hace, es culpa de mi alergia. Todo es una máscara. Realmente yo sé que no me conozco a mí mismo mucho, y puedo contar con los dedos de una mano a aquéllos que me conocen un poco. Pero lo comprendo, es difícil conocer a alguien que no quiere dejarse conocer, que no quiere pedir ayuda, que quiere arreglarse los problemas él sólo porque considera que no hay nadie que los pueda entender tan bien cómo él, ya que es quién los está viviendo. No quiero imaginarme cuando tenga problemas graves, de esos que te hacen mella, espero que ahí sepa ya partir la coraza que recubre el camino entre mi corazón y sus sentimientos y la expresión corporal, me va a hacer falta.

Me recuerda esto mucho a un personaje de TV, ya que es un rasgo que comparto con ella. Esa sonrisa de falsedad tras la cual se ocultan las más variopintas opiniones, que cubre la verdad de lo que piensa mi persona. No sé si muchos veréis mujeres desesperadas, pero si lo hacéis, hablo de Bree Van de Kamp, es el ideal de la perfección. Perfecta por fuera, llena de fallos por dentro. Así me veo yo a veces: no perfecto por fuera, pero si intentando dar imagen de que todo discurre en esa perfección; por dentro, sin embargo, todo patas arriba cual habitación desvalijada tras la visita de un ratero.

Sólo puedo desearme suerte para conseguir encontrar el valor y la confianza necesarios para abrirme, sentir y comunicar cómo me encuentro. Así espero hacerlo. Desgraciadamente, la mentira va a seguir siendo un habitual en mi, no con afán de hacer daño, si no con afán de protegerme de una de las cosas más crueles: la gente y sus comentarios. Sobrevivir en una sociedad de tiburones a veces provoca estas acciones, mentiras gratuitas incluso. Pero si alguien me conoce, sabe que tengo los colmillos muy afilados para dejarme ganar terreno. Pelear, pelearé, y cuento con muchas armas con las que defender el terreno que ocupa mi vida.

Y así, entre mentira y mentira se teje la sociedad, lo que vemos y oímos más todo lo que tergiversan o no nos cuentan. Cada uno somos un mundo, y los demás (para nosotros) son mundos distorsionados por sí mismos. Un montón de borrones en medio de un campo mezcla de luz y oscuridad. Espejismos que cubren la sincera belleza de la realidad, la riqueza del error y la variedad de personalidades. El ser humano de nuevo reprimido por su propia acción y yo, de nuevo, sumiso entre la multitud.