lunes, 17 de diciembre de 2012

En honor a Cristina Vega.

Son las dos y media de la mañana, y llevo 43 horas sin dormir exactamente, así como 13 meses y 17 días sin escribir nada en este blog. Lo primero, decir que esta entrada no existiría si la señorita Cris Vega no hubiera dicho las palabras mágicas para ello, así que gracias de nuevo. Lo segundo, que a partir de ahora y gracias al impulso obtenido recientemente intentaré volver a sintonizar la radio de las nubes cada vez que pueda, volcando mis frustraciones, contando cosillas interesantes, o simplemente dejando que mi imaginación discurra por nuevos derroteros.

Creo que para empezar esta nueva etapa un fragmento del relato enviado al premio Madelon es lo que procede. Así pues, disfrutadlo aquéllos que lo leáis. Y los que no, ¿a qué esperáis?


"Sin embargo, el camino de las decepciones era un camino difícil de sortear y, sobre todo, de asimilar. Y así puede ocurrir que una bolsa de viaje llena de ganas e ideas se transforme en un saco de ilusiones rotas por el tiempo. Sus opositores, cual cerdo en un  banquete de bellotas, habían roído, catado y regurgitado aquello que él guardaba allí con tanto cariño, rasgando los hilos que, entretejidos, habían aguantado tantas y tantas embestidas. Y así fue como encontró a su primer y fiel amigo, el fondo de un vaso antes lleno con cualquier tipo de alcohol. Sus conferencias sonaban más temblorosas de lo habitual, su aspecto se tornó descuidado y sucio y pronto se vio refugiado en las posadas más oscuras de la noche, con el único propósito de sobrevivir un día más para poder acudir de nuevo a su estrecha agenda con las bebidas espirituosas. Se dice que toda persona que quiere ser recordada debe tener un lado oscuro, debe haberlo experimentado todo, y ésa fue la idea en la que su cerebro se refugió, delegando la tarea de las conferencias a cada nuevo compañero de habitación que recibía. ¿Habrían tenido éxito? Esperaba que sí.
Marcela D’Orante, la dragona de la calle de la Selenia, cómo le gustaba que la llamaran,  fue la última persona a la que vio en su cárcel particular, cuando ni siquera quedaba de él su sombra completa. Se había llegado a acostumbrar a ese minúsculo recinto cuyos barrotes se alimentaban de la autodestrucción, la baja autoestima y la podredumbre arraigada en un alma rota y sin sueños, a “orinar” sus ideas entre delirios que se escurrían por las oxidadas cañerías. Quizá fue una neurona nada más, un rincón del corazón alojado entre ventrículos y aurículas o un poro que se mantuvo selectivo a la influencia externa lo que hizo que la aparición de la dragona, con esa melena pelirroja que podía paralizar hasta las locomotoras más veloces y con esos despampanantes e ingentes senos tan dulces que harían sonrojar a un cantalupo, calara en su ser. Y así, ese día, y sin ser gracias a la exuberancia de su físico, una de las frases que se escapó de entre sus labios fue la que realmente lo despertó de su pesadilla de barrio bajo: “La muerte no quiere encontrarte, pues ella sólo pretende ser la anfitriona de la desgracia. Tú ya vives inmerso en esa sensación, y será sólo cuando la desgracia se aburra de ti y no sepa qué más hacer contigo ni hacia dónde más dirigir tus hilos, el momento en el que la muerte te llegará y podrás ser libre.”


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