miércoles, 5 de enero de 2011

Tristes historias de diván. (I)

Un escalofrío la recorrió cuando su espalda entró en contacto con el frío metal de la silla que ocupaba, pero no lo notó. Una lágrima caía de su ojo, pero ella no lo advirtió. Un desagradable olor emanaba de su cuerpo, propio de quien no se ha duchado desde hace días, pero no le importó.

Un osito estaba dibujado en el mostrador que tenía ante ella, y eso era lo único que en ese momento podía interesarle, algo tan infantil, tan ingenuo, tan inocente... Su sonrisa se ensanchaba cada vez más, no le importaba disimular su satisfacción ante un hecho tan nimio y carente de interés para todo aquél que se movía a su alrededor. Cualquiera que la mirara pensaría que esa mujer no estaba bien de la cabeza, pero eso era lo que ella jamás se molestaba en pensar. ¿Quienes son los demás? Ella sólo se preocupaba de sí misma y de su hija, su querida Ana. Con un suspiro se encogió en el asiento, dejando llevar su mente por su vida cotidiana, a la cual esperaba regresar en breves.

Ana era una niña muy guapa. Se parecía mucho a ella. Qué orgullosa estaba de su Ana, siempre tan lista y con esa sonrisa de ángel. Realmente tenía ganas de verla ya, llevaban mucho tiempo haciéndola esperar. No sabía que hacía allí. Además, había dejado la comida a medio hacer. Sï, estaba decidido. Tenía que volver ya a casa. Se levantó dispuesta a salir, ignorando las señales de protesta de su cuerpo, al cual le costaba moverse. Un chico la paró diciéndole que en seguida llegaría su turno, que tenía que esperar allí. Pero, ¿qué hacía allí? le preguntaba. El chico se limitó a señalar el asiento. Su rostro reflejaba tristeza. Pobre chico, a lo mejor le pasaba algo. Bueno, esperaría. Pero sólo por educación. Y sólo un  rato, que su hija era lo primero.

Alguien gritó un nombre, el suyo al parecer. Una chica ahora la acompañó a una sala donde un señor gordo exhibía con oronda soberbia una gran multitud de libros, documentos y diplomas. Se sentó en una especie de sofá ladeado, bastante incómodo por cierto, junto a un helecho reseco que agonizaba intentando sobrevivir. Enfrente, una sucia ventana permitía mirar al cielo, nuboso ese día. Un panorama poco halagüeño. El señor, girando con dificultad en su silla, se dirigió a ella.

- Hola, María.
- ¿Quién es usted?
- Soy Francisco, ¿no se acuerda? Estuvimos charlando ayer.
- Perdone, pero yo ayer estaba en mi casa, con mi hija, yo no sé quién es usted.
- Sí que lo sabes María. Estuviste dos horas ayer en esta misma sala. ¿No lo recuerdas?
- No, porque no ha sucedido. Dígame lo que quiere ya, mi hija me espera en casa.
- Siento ser brusco, pero nadie te espera, María. ¿Acaso no lo recuerdas? Llevas dos años ingresada aquí. Tu hija no está. Hace dos años que no está. Por eso estás aquí.

María lo miró con acritud. Esto ya era el colmo. Tanto diploma para tanta tontería. Su hija estaba en casa, y los calamares que iba a preparar en la nevera, y el aspirador en el rincón derecho del trastero, y el sofá verde de flores en el salón. Todo iba como siempre. Todo. Todo excepto esta desagradable charla. Se estaba poniendo nerviosa, y quería evitarlo, pero odiaba las bromas de mal gusto.

- Mire, no he venido aquí para esto, realmente no sé ni qué hago aquí, si tiene ganas de gastarle una broma a alguien coja a otro.

De repente se fijó en uno de los ficheros. Había un osito. No pudo evitar otra sonrisa. A su Ana le encantaban los ositos. Tan esponjosos, tan adorables. Tan... como ella.

- Te ruego que me escuches, María. Mira estas fotos si no me crees. Y ojalá fuera una broma. Pero no lo es.

Aún con la sonrisa en los labios, sin casi escuchar nada de lo que el tío gordo ese había dicho, sumergió su vista en la primera fotografía. Su cara se deformó. Lo que estaba viendo sí que lo sentía. No era un escalofrío, no era un aroma... eran el horror y el miedo. Miedo a que ese señor gordo tuviera razón. Pero no podía ser. No, no, no. Pero por dios, si su hija estaba bien hace una hora. Recuperando la compostura, su cara volvió a sonreír.

- Ésta no es mi hija. Debe haberse confundido. Y creo que ya he escuchado bastantes tonterías por un día.

Se puso de pie, pero no aguantó y cayó al suelo con estrépito. Se fijó en su tobillo, únicamente hueso y piel. Ella se recordaba como una mujer regordeta, ¿qué estaba pasando?

- No deberías hacer esfuerzos, María. Estás muy débil.
-¿Usted qué sabe? ¿Me lo ha hecho usted? ¿Qué quiere de mi? ¿Por qué estoy así?
-Porque llevas dos años alimentándote de suero, María. Desde que tu hija se ahogó. Sabes que esas fotos son verdad. ¡Deja que tu mente lo asimile, que lo vea! ¡Tienes que llorar, sentir y padecer! Sólo así podrás volver a tener una vida y salir de aquí.
- ¿Salir de dónde? ¡No entiendo nada!

El semblante se le nubló, y la cabeza le empezó a dar vueltas. Sólo quería irse de allí. Volver a su casa con su hija. Se levantó con un esfuerzo sobrehumano y caminó hacia la puerta. El chico de semblante triste volvíó a aparecer y la retuvo. Notó un pinchazo en el brazo y vio como la neblina de la que huía se apoderaba de ella. Su sueño volvía a comenzar, y sus recuerdos se volvieron a bloquear. Antes de caer definitivamente, volvió a ver el osito. No se había fijado antes en él. O al menos, que ella recordara. No pudo evitar una sonrisa. A su hija Ana le encantaban los ositos.

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